Comentario
La llamada tercera Guerra Púnica no es sino un capítulo bastante vergonzoso de la historia de Roma. Cartago se comprometió después de la segunda Guerra Púnica, en el tratado de Zama (202) a no emprender ninguna guerra sin el beneplácito de Roma. Pero Escipión, entre el 204 y el 202, había concertado una alianza con Massinisa, rey de Numidia, al cual asignó el papel de impedir cualquier veleidad expansionista de Cartago en el norte de Africa. Este rey, vasallo de Roma, se dedicó a acosar a Cartago innumerables veces. Las misiones romanas enviadas para regular los conflictos que se entablaban entre el rey y los púnicos, sentenciaban casi siempre en favor de Massinisa. Cuando en el año 150 Cartago, cansada de las provocaciones del númida, decidió defenderse, Roma acusó a Cartago de violar el tratado y exigió no sólo el cese de las hostilidades, sino también el pago a Massinisa de una indemnización de guerra. Pero el Senado decidió también el envío de una expedición militar contra Cartago. Las razones de esta decisión son difíciles de comprender. Entre Cartago y Roma no existía ya ninguna rivalidad comercial. Los mercados de Occidente pertenecían por completo a Roma y a sus aliados griegos. Tal vez pudiera tratarse del temor o la desconfianza hacia Massinisa, cuyo poder empezaba a ser demasiado grande a los ojos de Roma y al que no consideraba un aliado por encima de toda sospecha. Esta desconfianza podía haber despertado el deseo de Roma de asentarse en el norte de África.
Los alegatos de Catón en el Senado, que siempre terminaban con la consabida frase: "En cuanto al resto, pienso que se debe destruir Cartago", no resultan justificables. Ciertamente, como decía Catón, Cartago hubiera deseado vivamente tomar la revancha contra Roma, pero su situación en ese momento hacía que tal peligro se vislumbrase, si no imposible, al menos muy lejano. Apiano y Diodoro Sículo presentan a un Senado dividido respecto a la actitud que se debería adoptar frente a Cartago. Pero es evidente que en esa época la mayoría de los hombres de estado pensaban que la paz no era un bien absoluto y no dudaban en sacrificarla si la contrapartida suponía un aumento de su seguridad, de su magnificencia o de sus intereses. Así, bajo el impulso de los que estaban acostumbrados a vencer, se decidieron las operaciones cuidadosamente.
Utica fue la base elegida. Allí existía una numerosa colonia de mercaderes itálicos y los agentes romanos que allí proliferaban tomaron la iniciativa de entregar la ciudad a merced de los romanos. El ejército romano desembarcó en la ciudad en el 149 a.C. Cartago se prestó -a fin de evitar la guerra- a acceder a cualquier petición del Senado romano, por duras que fueran sus exigencias: entrega de rehenes y de las armas y material de guerra. Cuando los cónsules consideraron que la ciudad ya no podía defenderse, exigieron aún más: los cartagineses habrían de destruir su propia ciudad y la población sería distribuida entre los pueblos. Tal petición sólo tenía un significado para los cartagineses, el hambre y la miseria más extrema. Movidos por la desesperación, Cartago empleó los treinta días que los cónsules le dieron de plazo para responder, en prepararse para la guerra.
Las fuerzas de que disponía Cartago no eran muchas, ni estaban bien pertrechadas, pero el asedio al que el ejército romano sometió a Cartago se alargaba enormemente. Fallaba el aprovisionamiento del ejército y el clima castigaba duramente a los soldados. En Roma se tomó la decisión de investir cónsul en el 147 a Escipión Emiliano, hijo de Paulo Emilio y primo de Escipión el Africano. Escipión era candidato en el 148 al cargo de edil, única magistratura a la que, por su edad, podía aspirar. Pero los Comicios decidieron dejar dormir la ley y lo nombraron cónsul. De esta forma se expresaba el sentimiento popular de vincular la victoria a una gens.
Escipión restableció el bloqueo de Cartago y en medio de una guerra obstinada y llena de estratagemas por ambas partes, logró reducir a los cartagineses en la primavera del 146. El Senado decidió que la ciudad fuera arrasada y abandonada para siempre. Los supervivientes fueron vendidos como esclavos y hasta los mismos dioses púnicos fueron trasladados a Roma: Juno Celeste fue instalada en el Capitolio. Cartago dejó de existir a los ojos de los hombres y a los de los dioses, y su territorio fue convertido en la provincia romana de Africa.
Así, si con los éxitos militares de la segunda Guerra Púnica Roma revalidó su dominio sobre Italia y amplió su control territorial con la anexión de territorios de Hispania, el potencial demográfico y económico conseguido le permitió continuar su política expansionista hasta terminar siendo la única e indiscutible potencia del Mediterráneo ya antes del 130 a.C.